Éramos solitarios y peregrinos cuando nos encontramos. Su dulce mirada y
el aroma de su piel me enamoraron. No había llegado a los veinte cuando la
conocí y sin embargo creí amarla como si tuviera cien, doscientos o hasta
trescientos años.
Detrás del milagro de su sonrisa escondía dolores, pasiones y un corazón
herido.
Manuela, la llamo.
La hice mía varias veces y en medio de sus brazos recobré vida. Robaba
mi aliento y me deshacía con su sensibilidad.
Taciturna se aferraba a mi pecho, de mi nunca esperó nada más que
existencia y de mi existencia, la suya propia. Al borde de su reflejo y al filo
de los rincones, amanecía haciéndose sitio en mi tiempo. Con sus ojos
disfrutaba mis historias y resbalaba con cada detalle, con cada palabra.
Manuela, salva esta sed de ti,
Salva esta impaciente angustia y
rómpeme.
Toca con tus manos el acordeón de
mi vida.
Hazme fuego.
Fuego de ti, fuego de mí.
Transfórmame en canción.
Acaba con mis miedos.
Fue poesía y viento, viento y abismo, fue en mi todo lo que el derrumbe
de mi conciencia de hombre siempre quiso.
Su nombre aún camina en mis pensamientos, por las noches clamo por
insomnio para poder tenerla. En la oscuridad de mi techo la siento y vuelve a
mí su aroma, su sabor a mujer y el espacio perfecto de su ser. Han pasado años
desde el día en que el río se la llevó.
Pasa el tiempo, pero ella no termina de pasar.
La he cantado, la he llorado, cada minuto la sostengo con la esperanza y
aquí está, con la belleza de su alma y la candidez de sus manos, aquí está… sin
estar.
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