jueves, 15 de noviembre de 2012

Me llamaba Laura cuando lo conocí, ahora no sé.

Siempre tuve miedo de esos cuentos que dicen tener un "final feliz" porque en realidad la mayoría de lo que encierra un final es predeciblemente doloroso ya sea por costumbre, por suerte o solo porque sí.

Me llamaba Laura cuando lo conocí, ahora no sé. Sus ojos púrpuras y su aliento cristalino me robaron la certeza y mis casos resueltos. Le dije dieciséis, el tenía veinte. Ilusiones. Cinco trenes de ida, ninguno de vuelta y un par de años  más que aquellos con los que el abuelo conquistó las fantasías.

De esas historias que es mejor contarlas con la boca cerrada y el pensamiento claro.

Me aferraba a su espalda como quien se agarra del presente esperando que no cambie, que se quede, que nos coja la vida y nos lleve, donde sea, como sea.

Sus manos sudaban y notaba sin mayor titubeo mi temor y mi poca emoción por todo eso en lo que estaba ausente. Le dije quiéreme. Quiéreme mucho. No para siempre. Quiéreme hasta que no me quieras. Sonreía.

Nunca cuestionó mis noches de insomnio ni mi obsesión por dibujar en las ventanas de lluvia. Se sentaba al filo de la mesa de la casita y miraba profundo, como ignorándome y entonces lo odiaba un poco, aunque nunca supe lo qué era odiar ni tampoco cuánto era poco o cuánto era mucho y esa sensación de ignorarnos me producía siempre un sabor a frío. Le reclamaba. Preguntaba ¿Conoces el frío? Agachaba la cabeza como la niña regañada que aprendía una lección sin merecerlo. Luego solo silencio y posiblemente algo de tristeza aunque aquella no existía más que en las mil y una noches en las que faltaba su sonrisa y esos cuarenta y cuatro minutos de felicidad. Siempre fue mi mejor y más grande eternidad.

Shhhh, repetía. No hables mientras la noche se expande frente a nuestros sentidos. Solo ven y siéntate como descubriendo los paisajes perdidos y ese shhhtído me volvía loca. Un tanto más. Un tanto menos. Y lo quería, yo lo quería, muy a pesar de mis ganas de no quererlo, lo quería y entonces descubrí que no hay realidad más cruel que la que le impone el corazón a la razón.

Me llamaba Laura cuando lo conocí, ahora  no sé.